La piedra oculta

Recuerdo que cuando escribí este cuento, lo dediqué a una de esas personas que son capaces de estar ahí sin que se note. Qué bueno es contar con esos «amigos ocultos» que están apoyándonos en muchas ocasiones sin que seamos conscientes de ello.

LA PIEDRA OCULTA (Jaime Ros Felip, enero de 2009)

PiedraOcultaLa piedra dejaba que las caricias del viento resbalaran por su fría superficie mientras observaba las magníficas vistas que se extendían más allá del acantilado en el que vivía. Estaba triste. Sentía que los años pasaban y que jamás había tenido la oportunidad de contar con un amigo con quien hablar y con quien compartir sus pensamientos e ilusiones.

Allí, en lo más alto del acantilado, en la vertiente acariciada por los rayos del sol desde que se iniciaba el día, la piedra observaba y pensaba. Recordaba un año tras otro de su existencia y no era capaz de encontrar a un amigo en ellos. ¿Cómo podían decir las águilas que la vida era maravillosa para las piedras? Ellas aseguraban que no tener que buscar comida, que no precisar del esfuerzo de las alas para trasladarse de un lugar a otro, que no padecer enfermedades,… ¡Ellas aseguraban que la vida de las piedras era maravillosa! ¿¡Qué podían saber esas criaturas aladas de las piedras?! ¡Nada! No sabían nada. Era cierto que no necesitaba comer, que no debía viajar de un lugar a otro, que no padecía enfermedades como ellas. Sí, eso era cierto. Pero ellas tenían amigas. La piedra veía cómo jugaban unas con otras, cómo se protegían con las alas cuando el viento era intenso. Las águilas tenían amigas y la piedra no.

Los días pasaban y nuestra piedra seguía lamentando su mala suerte. ¡Toda una vida sola! Bueno, había otras piedras. De vez en cuando hablaba con ellas e incluso discutían sobre lo que ocurría alrededor. A ella le hubiera gustado ser amiga de la piedra más grande, de aquella que tenía unos metros a su izquierda y que demostraba la valentía suficiente como para arriesgarse a asomar gran parte de su cuerpo hacia el acantilado. Sí, le encantaría ser amiga de ella como lo eran otras que incluso estaban más lejos. Pero la gran piedra no quería, debía considerar que no era lo suficientemente importante como para hacerla amiga suya. Otras sí lo habían conseguido y reían a su alrededor contentas y felices de ser amigas de la gran piedra.

A su derecha estaba la piedra-partida. Era hosca, malhumorada, protestaba por todo lo que ocurría. Sí, en una época lejana intentó ser su amiga, pero el tiempo le demostró que sólo pensaba en ella misma, que trataba mal a las que tenía cerca y que hablaba mal de las más lejanas. No, tampoco podía ser amiga de la piedra-partida.

Recordaba aquella primavera en que las águilas la eligieron para construir su nido sobre ella. Fueron unos días inolvidables. Los aguiluchos nacieron y ahí estaba ella asegurando la estabilidad del nido. Uno de los pequeños picoteaba su superficie rugosa y le hacía cosquillas. Hablaba con el pequeño y le cantaba canciones de cuna para que su sueño fuera tranquilo. El aguilucho se acurrucaba entre las ramas del nido y frotaba con sus nacientes garras a la piedra hablando con sus primeras palabras. ¡Qué primavera más bella! Entonces pensó que había encontrado a un amigo. Era feliz, ¡tenía a un amigo de verdad que hablaba con ella, que cantaba con ella, que incluso jugaba con ella! Pero, ¡qué poco duró! El aguilucho creció y estrenó sus primeros vuelos y con ellos, encontró lo que la vida tenía reservado para él y la vida le enseñó que la piedra no era su amiga. Se fue, se fue como se fueron las demás y como se fue el nido. La siguiente primavera los nidos se construyeron en otra parte más lejana. El rayo que hizo que piedra-partida fuera piedra-partida, el rayo que descendió de aquellas oscuras y temibles nubes acompañado de aquel estruendo horrible que hizo gritar a piedra-partida convenció a las águilas de que el lugar estaba maldito desde entonces. Ya no volverían a crear sus nidos allí. Buscaron otros huecos y los encontraron. Nuestra piedra había perdido a su amigo aguilucho y había perdido la oportunidad de conseguir otros aguilucho-amigos porque los nidos nunca más volverían a posarse sobre ella.

Nuestra piedra estaba triste, se sentía sola aunque muchos la acompañaban. Águilas, piedras, pequeñas plantas que crecían y morían, insectos que recorrían su cuerpo,…; pero ningún amigo, ninguna amiga. ¡¿Dónde estás amigo?! Gritaba con rabia y las demás la miraban extrañadas pensando que se estaba volviendo loca. Los días pasaban, los meses nacían y se turnaban en esa secuencia conocida; pero ella no tenía amigos.

Esa mañana la piedra dejaba que las caricias del viento resbalaran por su fría superficie mientras observaba las magníficas vistas que se extendían más allá del acantilado en el que vivía. Estaba triste. El cielo también lo parecía como aquella mañana que amaneció antes de que el rayo convirtiera a piedra-partida en piedra-partida. Las nubes parecían enfadadas. Iban creciendo, ocultando la luz del día en esas oscuras panzas que aumentaban de tamaño uniéndose unas a otras. El viento ya no era viento, era un aire huracanado que silbaba primero y gritaba con fuerza después. La lluvia no llegó como unas primeras gotas sino como ráfagas de agua que parecían ser arrojadas con violencia contra el acantilado. Los relámpagos iniciaron su temible danza a lo lejos y fueron acercándose con rapidez. La tormenta crecía. Era una de las peores que recordaba haber vivido nuestra piedra.

Un rayo saltó de lo alto y golpeó con fuerza a aquel pequeño árbol que intentaba desde hacía pocos años enfrentarse al acantilado y crear su propio espacio. Ruido, mucha luz, un estallido de fuego y las ilusiones del pequeño árbol se esfumaron de repente borradas por la violencia insensible de la tormenta. El suelo tembló con el golpe del relámpago. Todo vibró, la piedra-grande tembló y con un grito ahogado se desprendió del acantilado y se precipitó hacia el vacío. La lluvia llenó rápidamente su lugar limpiándolo de barro y hierbas. Todas las piedras estaban asustadas agarrándose unas a otras rogando que no fallara su sujeción al acantilado.

Fueron varias horas de horror. Nuestra piedra temió por ella y también por las que tenía a su lado. Afianzó su cuerpo como pudo y ancló a las piedras cercanas con los rebordes rugosos de su superficie. Todas temblaban al unísono intentando no gritar. La imagen de la piedra-grande cayendo hacia el vacío se repetía una y otra vez en sus mentes haciéndolas temblar descontroladamente. Piedra-partida seguía ahí. Parecía no temer nada. Estaba enfadada y gritaba insultando a la tormenta que pensaba que era la misma que la quebró. Sus gritos encolerizados rivalizaban con los gritos de los truenos, pero ni unos ni otros llegaron a encontrarse.

Un movimiento sorprendió a nuestra piedra. Su cuerpo se desplazó unos pocos centímetros hacia delante igual como antes empezara la caída de la piedra-grande. Nuestra piedra gritó asustada, ¡ayudadme, por favor! De su interior salió una súplica que brotó con las palabras ¡Amigo mío, ¿dónde estás?!

  • ¡Aquí! Donde siempre he estado.

La voz apareció tranquila al mismo tiempo que el movimiento de nuestra piedra se detuvo por completo. Piedra-oculta, la que vivía justo por debajo de nuestra piedra, había extendido sus brazos y la sujetaba con fuerza frenando su caída. Un pequeño movimiento sirvió para volver a colocarla en su sitio. Piedra-oculta aseguró a nuestra piedra en su sitio y repitió: “Aquí, donde siempre he estado”.

Nuestra piedra dejó que el tiempo de la tormenta pasara sin saber qué pensar. Cuando las nubes se tranquilizaron y el viento volvió a ser brisa, miró hacia abajo y se encontró con los ojos de piedra-oculta. Estaba apoyada en ella y ahora sentía su pequeña superficie. “¿Tú, piedra-oculta eres mi amiga?”, dijo en voz baja. “Sí, amiga mía, siempre lo he sido. Y te repito, aquí estoy como siempre, a tu lado”. “Pero si hemos hablado muy pocas veces tú y yo. Casi ni era consciente de que existías”, dijo nuestra piedra.

  • ¿Tú crees que los amigos siempre son visibles? –dijo sonriendo piedra-oculta – No, no necesariamente lo somos. Yo estoy aquí contigo desde el principio, te oigo, te escucho, te sostengo cuando temes caer. Mi anhelo es tenerte a mi lado y hablarte, pero aunque no me escuches, estoy aquí desde el principio. ¿Sabes por qué? Porque aunque deseo tus palabras, el no tenerlas no me impide sentirte mi amiga.

Nuestra piedra pensó, recordó, volvió a revivir sus recuerdos y ahora, de una forma nítida y clara, ahí estaba piedra-oculta. Siempre, en cada uno de ellos, ella estaba ahí sosteniéndola. “¿Cómo he podido ser tan ciega? Buscaba a un amigo fuera, en los que me parecían grandes, diferentes, fuertes…, y sin embargo, mi amigo estaba aquí, desde el principio. ¿Podrás perdonarme alguna vez, amiga mía?”

  • No necesito perdonar y además, ¿sabes una cosa? Hoy me has hecho el mejor de los regalos. Has preguntado por mí y me has escuchado. Hoy has abierto tus ojos hacia mí. Repite tu pregunta por favor – rogó piedra-oculta.

Nuestra piedra se apoyó en la parte de atrás de su cuerpo para poder verla con mayor facilidad y dijo: “Amigo mío, ¿dónde estás?”

  • Aquí, donde siempre he estado, a tu lado.

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