En una conversación que mantuve con el Barquero, ese personaje que nació en uno de mis libros como un actor secundario y, con el tiempo, se ha convertido en algo así como un «alter ego».
Hablaba con él sobre los Principios con mayúscula y le decía que me resultaba fascinante que los seres humanos pensáramos en ellos con mayor intensidad durante épocas como el fin de año, como si hicieran un esfuerzo por renacer.
Él me contestó.
Durante esas épocas a las que te refieres, la Navidad para los creyentes, el fin de año para los no creyentes, tendemos a hacer balance de lo que ha ocurrido durante el año y anticipamos lo que queremos que sea el siguiente. Es un momento de reflexión que se convierte prácticamente en una tradición anual. Momento en el que se produce ese «renacimiento» del que hablas.
¿Qué ocurre con los Principios durante el resto del año?
Se definen -me explicó- como verdades irrenunciables que deberían guiar todo nuestro comportamiento. No dependen de nosotros, están ahí, representando aquello que preserva la sociedad. Sin ellos, la sociedad muere o, en cualquier caso, enferma. Nos marcan unos límites que debemos respetar para garantizar una sociedad sana.
Cuando se acercan esas fechas de reflexión, tendemos a hacer balance de lo que ha sido el año. Miramos hacia atrás y vemos logros y errores, vemos dificultades, problemas, qué ha ocurrido con las personas que nos rodean, con nosotros mismos, lo que hemos conseguido y lo que nos hemos dejado en el tintero… Miramos hacia el nuevo año como si fuera una etapa distinta y lo vemos con temor o con ilusión por lo que pensamos que puede traernos. Entonces, nos marcamos retos, quizá sólo a nivel de intenciones débiles o compromisos firmes. Cuando hacemos esto, los Principios cobran importancia, se hacen más presentes, porque todo lo que pensamos que vamos a intentar, al proyectarlo hacia el futuro, lo enmarcamos dentro de los límites que nos hacen sentir coherentes con nosotros mismos.
Después, a lo largo del año, el día a día nos envuelve de nuevo con su caos, sus incertidumbres, sus incidencias, y hace que pongamos en juego comportamientos que consciente o inconscientemente, pueden alejarse de esos límites.
¿Qué ocurre cuando nos alejamos de ellos?
Quizá no seamos conscientes del «alejamiento» de forma inmediata, pero en algún momento nuestro cerebro nos lanza la alerta y, según sea ese alejamiento, según sea el principio transgredido, nos sentimos incómodos y precisamos reaccionar.
¿Es entonces el momento en que corregimos nuestras conductas?
Ojalá fuera así, pero lo más frecuente es que busquemos hechos que justifiquen nuestra conducta. Es lo que los psicólogos llaman «disociación cognitiva«. Como hemos actuado con incoherencia en relación con nuestros principios, nos sentimos mal y lo superamos en un porcentaje muy alto de ocasiones recurriendo a la justificación. Esta nos devuelve la «tranquilidad» porque nos convence de que lo que hemos hecho ha ocurrido no debido a una «falta» nuestra sino a factores externos o internos que nos han obligado a ello o a evitar mayores riesgos.
Somos complicados los humanos.
Complicados y apasionadamente interesantes.

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