Pocas frases escucho con tanta frecuencia en los equipos como esta: “Yo quiero… pero no me dejan.” Dicha con resignación, con un punto de frustración y, a veces, con la certeza de quien se sabe atrapado.
Cuando la escucho, suelo notar detrás una mezcla de cansancio y deseo: el cansancio de pelear contra estructuras rígidas y el deseo genuino de hacer las cosas bien. Porque hay personas que de verdad quieren aportar, mejorar, cambiar algo, pero se topan con muros invisibles: normas absurdas, jefes inseguros, sistemas que premian la obediencia más que la iniciativa…
En esos casos, la frase tiene verdad. Es la voz del compromiso que no encuentra espacio.
Cuando alguien dice “no me dejan” desde la sinceridad, lo que está expresando no es excusa, sino impotencia. Y lo que necesita no es presión, sino apoyo, escucha y confianza.
Sin embargo, no siempre la frase es sincera.
Otras veces, “no me dejan” se convierte en un refugio cómodo: una forma elegante de evitar el riesgo de actuar, de no exponerse, de no enfrentarse a un conflicto o de mantener la ilusión de que la culpa está fuera.
En esos casos, la frase protege, pero también encierra. Porque mientras uno piensa que la responsabilidad está en otro lugar, renuncia a su propia capacidad de influencia.
Y lo más peligroso es que, con el tiempo, ese discurso termina contagiando al equipo. Aparece la cultura del “yo haría, pero…”; una especie de pacto tácito para justificar la inacción.
Por eso, cuando alguien dice “yo quiero, pero no me dejan”, la clave no está en juzgar, sino en escuchar qué hay detrás de esa frase.
- ¿Hay impotencia real o resignación aprendida?
- ¿Hay voluntad genuina o miedo a asumir responsabilidad?
- ¿Hay un sistema que bloquea o una actitud que se acomoda?
En cualquiera de los casos, hay formas de avanzar:
- Nombrar lo que ocurre. Poner palabras sin culpa ni dramatismo ayuda a distinguir entre lo estructural y lo emocional.
- Buscar pequeños márgenes de acción. Aunque no se pueda cambiar todo, casi siempre hay algo que sí depende de nosotros.
- Convertir la queja en propuesta. Si algo no funciona, preguntar: “¿Qué podría hacer diferente dentro de mis límites?”.
- Pedir apoyo en lugar de permiso. Cambia la actitud de quien se ve víctima a quien se asume protagonista.
- Y, sobre todo, mantener la coherencia. No hay mayor fuerza transformadora que seguir haciendo bien lo que uno cree correcto, incluso cuando el entorno no lo pone fácil.
En realidad, “no me dejan” es una frase que todos pronunciamos alguna vez. Lo importante es no instalarse en ella.
Porque los equipos que de verdad crecen son los que convierten las barreras en conversación, la frustración en aprendizaje y la queja en acción.
Al final, lo que distingue a un profesional comprometido no es no tener obstáculos, sino no renunciar a la posibilidad de influir. Y aunque no siempre podamos cambiar el escenario, siempre podemos elegir cómo actuar dentro de él.
En los equipos, la libertad no siempre depende del sistema, sino de la mirada con la que lo interpretamos. Y cuando esa mirada cambia —cuando alguien deja de decir “no me dejan” y empieza a preguntar “¿qué puedo hacer yo?”, el movimiento empieza.
En la última entrega de esta serie compartiré una reflexión final sobre todo lo aprendido y una pequeña noticia que me hace especial ilusión: algo que reúne todas estas ideas y experiencias.

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