(Jaime Ros Felip, 2015)
Siempre mostraba el mismo lado, como lo hace la luna, como lo hacen las hojas ante el sol. Enseñaba aquello que conseguía trasladar a los demás una imagen valiosa de sí mismo y era tan bueno haciéndolo, que hasta los más cercanos, terminaban pensando que era así, tal cual se mostraba, y creaba lazos de confianza en los que los demás creían y a través de los que él conseguía lo que quería.
- Cuando ves a alguien que juega sucio, no lo dudes, volverá a hacerlo. – Era una de sus frases y la pronunciaba con la mayor de las convicciones.
Era capaz de contar anécdotas en las que ponía de relieve su buen hacer, su entereza, convirtiendo a los otros en reprochables y en fuente de reafirmación de su propia imagen.
Quien le escuchaba sucumbía a su forma de hablar y a su forma de actuar.
- Él es de esas personas en las que se puede confiar con los ojos cerrados.
Pero cuando aquello que él necesitaba dejaba de depender de otros, el viento de las circunstancias daba la vuelta a la hoja y mostraba un envés descarnado, frío y cruel que era capaz de cambiar de golpe, sin un instante de dudas, la imagen que había construido durante tiempo.
Y así, poco a poco, se fueron sumando unos a otros, todos los que llegaron a conocer tanto su haz como su envés. Y ellos se armaron de vientos que ayudaran a reconocer en él lo que ocultaba tras ese brillante lado que, con tanta maestría, era capaz de trasladar.
Porque todos ellos sabían que quien muestra su haz para ocultar su envés, tarde o temprano, te traicionará.

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