Decía mi abuelo que las grandes cosas duran poco y las pequeñas pueden permanecer una eternidad. No estoy seguro de que siempre sea así, probablemente no, pero a veces pienso que esa frase encierra una gran verdad.
Esa verdad es la que me ha impulsado a escribir este cuento. Los pequeños momentos que recibimos de otros y que permanecen ahí, ocupando un espacio mucho mayor del que sabría ocupar el corto tiempo que duran.
Va por ellos y por quienes los crean.
Un trozo de papel (Jaime Ros Felip, 2016)
Tapó el bote de spray medio vacío y lo guardó junto a los otros, en la mochila de tela que colgó sobre sus hombros mientras disfrutaba del grafiti que acababa de crear.
Tan sólo cinco segundos para observar su obra y salir corriendo de aquel lugar. Era consciente de que estaba prohibido, pero sus creaciones eran bellas, se lo decían sus amigos, y no buscaba mal a nadie, tan sólo tener la oportunidad de dar rienda libre a su creatividad o a la necesidad de olvidar la soledad que le producía ver que sus días estaban vacíos de oportunidades. No estaba seguro de cuál era el motivo. Salir a encontrarse con un muro que había localizado antes, en el momento de la noche o de la madrugada en que había menor riesgo de ser visto, le producía una mezcla de miedo y pasión que parecían alimentar sus fuerzas para vivir el resto del día.
La luna llena había sido testigo de su último dibujo y brillaba sobre él con esa luz que sólo ella podía regalar. Aseguró la mochila a su cintura y salió corriendo por el sendero que recorría el borde del muro, agachándose para ocultar su figura entre los matorrales que bordeaban el camino de tierra y piedra. Se sentía bien. Siempre ocurría lo mismo. Esa huida orgullosa tras haber completado su trabajo, le llenaba de satisfacción y de una alegría que no le abandonaría hasta muchas horas después.
Sus pensamientos jugaban en su cabeza cuando reparó en un objeto oscuro que, metros más adelante, parecía estar esperando en medio del sendero. Era pequeño, menos de medio palmo, de forma rectangular, parecido a una cartera de bolsillo. Se acercó frenando su carrera, se agachó mirándolo y lo recogió con sus manos. Sí, era una cartera, de piel. No se había equivocado. La abrió y como todas las carteras, estaba llena de tarjetas ordenadas en las pequeñas ranuras que se notaban holgadas por el uso.”¿Tendrá dinero?” Ese pensamiento se acompañó de un inmediato buscar que terminó con unos cuantos billetes en la mano. Cincuenta, veinte, diez euros, ninguno de cinco, pero lo suficiente como para renovar su colección de botes de pintura e, incluso, darse algún capricho con sus amigos.
Iba a tirar la cartera a un contenedor, era lo obligado en situaciones como ésa, cuando reparó en un trozo de papel doblado que sobresalía por detrás de una de las tarjetas de crédito. La curiosidad pudo con él y lo sacó desdoblándolo con cuidado. Parecía una carta escrita con una caligrafía medio borrada por el tiempo. Sólo cuatro líneas tras el encabezamiento “querido hijo” y una despedida cariñosa que parecía desprenderse de las palabras “tu padre”.
No debió leer aquella escueta carta. Todo cambió desde ese instante. Repuso el dinero en la cartera, buscó en el carné de identidad el nombre y la dirección de su propietario y regresó a su casa decidido.
La mañana amaneció limpia de nubes. Tras el café que debía ayudar a despertarle y que nunca lo conseguía por completo, anudó su corbata y se puso la chaqueta dispuesto a empezar una nueva jornada de trabajo. No debía olvidar pasar por la policía para denunciar la pérdida de la cartera. Debió ocurrir el día anterior por la tarde, cuando regresó con su hijo por el sendero que les servía de atajo para regresar del colegio. Cerró la puerta tras dar un beso a su mujer y bajó, como siempre hacía, por las escaleras evitando la tentación de acostumbrarse a un ascensor que le robaría la oportunidad de despejarse, haciendo ese pequeño ejercicio que suponía bajar los veinte tramos de escalones. La costumbre hizo que se detuviera frente a los buzones que intentaban diferenciarse unos de otros con esas placas oscuras en las que, con letras blancas, finas y profundas, rezaba el piso y nombre de todos los vecinos. No era lógico que hubiera nada. La noche anterior estaba vacío. Pero se sorprendió al ver algo dentro. Abrió la pequeña puerta y se quedó boquiabierto a comprobar que su cartera, la que había perdido el día anterior, ocupaba una esquina al fondo del estrecho buzón.
“¿Cómo es posible?” Revisó su interior y no faltaba nada. Tarjetas, dinero, todo estaba en su lugar. “¿Quién la habrá puesto aquí?” Entonces reparó en un pequeño papel doblado de color amarillo, que asomaba detrás de una de las tarjetas de crédito. No era el que él llevaba siempre ahí. Alguien lo había cambiado por éste. Lo desdobló con cuidado y leyó en una caligrafía insegura y reciente: “Te espero en el parque, al lado del muro de la fuente.”
Quizá debió actuar de otra manera y pensárselo dos veces antes de acudir a esa extraña cita, pero sus piernas le llevaron hasta el parque, aquél en el que solía pasear con sus hijos, y se acercó a la fuente que tan bien conocía. No había nadie. Recorrió con la vista los alrededores y sólo se veía el apresurado caminar de personas que aprovechaban aquel parque como atajo para llegar antes a sus destinos. Volvió a mirar hacia la fuente y entonces vio el grafiti. Un hermoso y sencillo dibujo de una mano tendida y encima de ella una frase, una que conocía muy bien: “Actúa por un instante como un ángel y dime qué sientes”.
Un joven estaba sentado al pie del muro. Una mochila de tela a sus pies y dos botes de pintura al lado de sus manos. Le estaba mirando y parecía sonreír. Se acercó y él se levantó preguntando:
- ¿Actuó tu hijo como un ángel?
- Sí – respondió sorprendido.
- ¿Qué sintió?
- Fue feliz durante un instante.
El chico le entregó el trozo de papel y se despidió diciendo:
- Un bonito regalo para tu hijo.
Tras unos segundos observando cómo se alejaba, le llamó y acercándose a él, preguntó:
- Y ¿tú?
- Me siento igual que él y todo por haberte traído una cartera que pensé quedarme hasta que encontré esa pequeña carta que le diste a tu hijo.
- La que le escribí la tiene él. Ésta no es la suya.
- ¿De quién es?
- Piénsalo y escribe tú la que tengas que escribir.
El joven grafitero sonrió y se quedó pensando mientras aquél hombre regresaba a su mundo. Un instante escrito en un papel se había convertido en un instante grabado en su vida. Se echó la mochila al hombro y volvió a su barrio sin poder borrar la sonrisa de sus labios.