No sé si os ocurre a vosotros, pero son muchas las ocasiones en las que me veo obligado a volver al primer paso, después de comprobar que lo recorrido no ha sido fiel con la pregunta que me invitó a dar ese primer paso.
Cuando comparto sesiones de entrenamiento con otros profesionales, siento que la trampa de las prisas hacen que se inicien esfuerzos que están mal enfocados. Por eso ha surgido este cuento. Espero que te guste.
Aprendí a aprender (Jaime Ros Felip, 2016)
- ¿Es aquí donde vive el Barquero?
Le habían facilitado la dirección unos días atrás y no dudo en buscar un hueco en su agenda para conocer personalmente a ese personaje que le cautivó al leer su novela. Eduardo creyó que no era real, pero la carta que encontró encima de su mesa de trabajo, con esa escueta frase garabateada con rápidos trazos negros de pluma estilográfica, hizo que tomara la decisión de conocerle.
- “Si quieres saber de mí, te espero en mi casa”.
Y ahora estaba allí. Subió por unas estrechas escaleras siguiendo las indicaciones de aquella simpática señora que se afanaba en sacar brillo a unas viejas y desgastadas baldosas. Tres pisos y una puerta de madera oscura, sin número, nombre ni timbre. Golpeó suavemente con los nudillos y esperó. Nadie respondía. El silencio hacia que el eco de los golpes rebotara suavemente hasta desaparecer. Volvió a intentarlo, esta vez con mayor fuerza y la puerta se abrió.
- ¿Barquero? Soy Eduardo, el de la carta.
Empujó la puerta con cuidado y vio un salón lleno de muebles, estanterías y cuadros que parecían flotar por los rayos de sol que entraban a través de las persianas entreabiertas. Luz y oscuridad bailando en una danza suave y tranquila. No había nadie. Pensó en esperar en el portal pero algo le sugirió que entrara en el salón y haciendo caso omiso de los pensamientos que le advertían de que no era prudente, cruzó la puerta, la cerró tras de sí y empezó a explorar aquella estancia con una curiosidad que no era propia de él.
- ¿Barquero?
Nada. Ninguna respuesta. Se quitó el abrigo y dejándolo apoyado en el respaldo de una silla, reparó en el sobre. Un escalofrío de sorpresa recorrió su espalda al comprobar que estaba dirigido a él, su nombre estaba escrito con la misma caligrafía de tinta negra. Se sentó en el sofá, tomó el sobre en sus manos y sacó un papel doblado de él.
- “Creo que esto puede ayudarte. Volveré en unos instantes”.
Debajo del sobre había un libro. No, no era un libro, era un viejo y usado cuaderno de notas. En la portada, pudo leer: “Aprendí a aprender”. Era un título sugerente, especialmente en los momentos que estaba viviendo Eduardo. Su vida estaba siendo un complejo laberinto de experiencias personales y profesionales en el que, con frecuencia, se sentía perdido sin saber cómo ayudarse a sí mismo y sin saber cómo ayudar a los demás. Sintió profundamente la necesidad que tenía de aprender y de enseñar a aprender y aquel título hizo que abriera el libro y empezara a leer.
- “Si tengo recuerdos que han protagonizado mi vida, se los debo a él, a mi abuelo. Jamás mostró tener nada más importante que hacer de abuelo. Una persona sencilla, divertida, un maestro en el arte de jugar, silencioso si era necesario, con paciencia, tiempo y una inagotable necesidad de aprender de todo y de todos. Sus recuerdos se han grabado en mi vida convirtiéndose en caminos que me invitan a recorrerla sin miedo y con ese sentido común que sólo él era capaz de dibujar con trazos firmes y atemporales.”
Eduardo no tenía recuerdos de sus abuelos. Estas primeras frases le recordaron la nostalgia que, en muchas ocasiones, sentía por ello.
- “Mi abuelo me enseñó a aprender y lo hizo sin que yo me diera cuenta. Cuando le preguntaba por alguna de las muchas cosas que me preocupaban de pequeño, el enfado de papá, lo aburrido que era estudiar, la enfermedad de la abuelita, el miedo al profesor, lo que sentía por aquella buena amiga del colegio, las ganas de ser el mejor en los juegos con mis compañeros…, él siempre hacía lo mismo. Me miraba con aquellos ojos sonrientes y me pedía que le explicara qué pensaba yo de los enfados, del aburrimiento, el estudio, la enfermedad, el miedo, el cariño, la competición…”
“Las preguntas de un abuelo hacen que nos hagamos preguntas sobre lo que realmente estamos preguntando”, pensó Eduardo. Imaginó al Barquero frente a su abuelo, frunciendo el ceño e intentando explicar aquello que le preocupaba.
- “Sus preguntas provocaban nuevas preguntas y mi incapacidad por responderlas, hacía que cambiara mi forma de entender lo que realmente me preocupaba. Mi abuelo sabía que yo quería evitar enfados, huir del aburrimiento, alejarme del estudio, destronar la enfermedad de la abuelita… Él lo sabía. Pero también sabía que yo tenía que crecer. Me enseñaba a hacerme las preguntas de otra forma, invitándome a profundizar sobre palabras que no acababa de entender. Si yo acertaba a entender qué era un enfado, probablemente sería más capaz de evitarlo y manejarlo que si lo dejaba sólo en el título de una palabra. Él intentaba que aprendiera a conocer las palabras, a dar significado a esos títulos, para ser capaz de actuar sobre ellas.”
“Para ser capaz de actuar sobre ellas”, repitió mentalmente en silencio. Qué razón tan simple y tan poco consciente, se recriminó Eduardo. Las prisas hacen que busquemos solución a cosas que no acabamos de entender. Si fuéramos capaces de detenernos un instante, de saber si sabemos poner significado a esos títulos que nos preocupan, probablemente, aprenderíamos a actuar mejor sobre ello. Su cabeza empezó a abrir y cerrar recuerdos de su día a día. Sus hijos, su mujer, amigos, compañeros de trabajo, familiares,… Conversaciones llenas de preocupaciones que habrían necesitado la presencia del abuelo del Barquero. Conversaciones llenas de palabras supuestamente conocidas por todos y, en realidad, sólo títulos con significados poco compartidos e insuficientemente conocidos. Cuántas discusiones, conflictos, tiempo, enfados y pérdida de oportunidades para crecer.
Pasó a la siguiente página del cuaderno y se sorprendió por las dos últimas frases escritas.
- “La experiencia de otros nos ayuda más que por las respuestas que nos da, por las preguntas que nos enseña a hacernos. Llévate mi cuaderno, es un regalo, sigue escribiendo en él y cierra la puerta al salir.”
Miró a ambos lados de la calle cuando salió del portal. No había rastro del Barquero. O quizá sí, pensó, sintiendo en el bolsillo de su abrigo, el peso del cuaderno “Aprendí a aprender”.
Hola Jaime, cuánta verdad y enseñanza encierra tu cuento, muy bueno. Se me ocurren dos reflexiones de inmediato: primera reflexión: cuántos colegas de RRHH se han embarcado en proyectos de gestión por competencias o de Cuadro de Mando Integral, sin siquiera, comprender la magnitud o entender a cabalidad, sus principales conceptos, solo por las prisas de algunos que quieren estar a la moda a cualquier costa. Segunda reflexión: Hoy vivimos uno de los grandes retos en RRHH, el Big data, estamos cogiendo toda la experiencia de los iniciadores, pero más que copiarlos, deberíamos saber hacernos las preguntas correctas.
Muchas gracias y saludos
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Si fuéramos capaces de detenernos un instante, de saber si sabemos poner significado a esos títulos que nos preocupan, probablemente, aprenderíamos a actuar mejor sobre ello.
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