En una de las sesiones formativas que impartí, el comportamiento de los profesionales que participaban en ella, me recordó algo que escribí hace unos cuantos años y que se lo dediqué a una de mis hijas. Resultó curioso cómo aquellos hombres y mujeres con largas trayectorias profesionales y mucha experiencia acumulada, se dejaran controlar por aquello a lo que hacía años, bauticé con el nombre de «duendecillos» y que utilicé para ayudarme a mí mismo a actuar como padre.
Parece que en ocasiones, los adultos no somos tan adultos como parecemos. Lo cual pienso que no es del todo malo, salvo que sea porque los «duendecillos» nos estén dominando.
Comparto este cuento con vosotros. Espero que os guste.
LOS DUENDECILLOS (Jaime Ros Felip, 2000)
El agua del río era verde. Hacía buen tiempo. Era verano. Las campanadas de las siete de la tarde se sucedían una tras otra llamando la atención de los que por allí, paseábamos.
Fue entonces cuando los vi. Estaban revoloteando alrededor de Almudena y desde entonces, encontraron en ella un lugar donde jugar y divertirse. Un lugar donde hacer sus travesuras, apareciendo y desapareciendo cuando menos lo esperábamos.
Le conté a Almudena la historia de esos pequeños duendes. Le hablé de que hacía muchos años, en un lugar desconocido y mágico, existía una gran montaña que se elevaba hasta casi las nubes hacia las que enviaba delgadas columnas de humo blanco. Era un volcán. El volcán de los gnomos. Aquel sitio en el que tuvieron que encerrar a los duendes revoltosos.
Los gnomos eran buenos guardianes. De todos los gnomos que existen y han existido, éstos se preocupaban de evitar que los duendecillos traviesos molestaran a los humanos. Por eso tenían que encerrar a algunos de ellos en la montaña-volcán. Allí los cuidaban y enseñaban que no debían portarse mal. Aquellos duendes que aprendían, conseguían salir; los que no querían aprender, se quedaban encerrados en la montaña-volcán.
En una de las grandes salas que existían en el interior de la montaña, vivían los duendecillos de los que hablé a Almudena. Eran una gran familia. Todos hermanos. Hacía muchísimo tiempo que los gnomos les encerraron y no conseguían aprender. No tenían remedio. Sus nombres servían para explicar cómo eran, lo cual ocurre con muchos de los duendes que viven en el mundo. El duendecillo gruñón siempre estaba protestando, el duendecillo enfadica mostraba constantemente su malhumor, el duendecillo bromista buscaba cualquier oportunidad para sorprender a sus hermanos, el duendecillo serio era incapaz de reír, en cambio, el duendecillo carcajadas no podía parar de reír. Eran veinte hermanos, cada uno con su nombre y su forma de ser.
Ocurrió que la montaña-volcán que siempre había estado tranquila, empezó a rugir con fuerza y todo a su alrededor tembló. Los árboles se doblaron, los animales salieron corriendo y los gnomos se sintieron muy preocupados temiendo que se les cayera el techo sobre sus cabezas. Durante muchos días y muchas noches la montaña siguió rugiendo y el humo blanco se convirtió en humo negro. De repente, un sonido horroroso rompió la noche y la tierra tembló aún más. Los gnomos decidieron prepararse para sacar de allí a todos los duendecillos, y cuando estaban dispuestos a llamarlos a todos, el ruido cesó y la tierra se calmó. La montaña-volcán volvió a su quietud y a su tranquila columna de humo blanco. Todo había pasado. Los gnomos volvieron a su cama y durmieron contentos porque el peligro había pasado.
A la mañana siguiente, salieron a respirar aire fresco después de desayunar y vieron la grieta en la ladera de la montaña. El temblor de la noche la había abierto. Los gnomos corrieron hacia ella y vieron con espanto que a su través se podía ver la habitación de los veinte hermanos duende y que estaba vacía.
Mucho tiempo buscaron por los alrededores y no los encontraron jamás. No se tuvo noticia de ellos hasta que yo los vi. Allí estaban, encariñados de Almudena y consiguiendo que se enfadara, se riera, gastara bromas a sus hermanos e hiciera muchas cosas extrañas según fuera el duendecillo que jugaba con ella.
Aquel día, junto al río de agua verde, le conté la historia de los duendecillos a Almudena, y le dije que tuviera mucho cuidado. Los duendecillos hacían lo que querían si ella no los vigilaba. Y así lo hicieron. Cuando menos nos lo esperábamos, las cejas de Almudena se juntaban ofendidas y su cara mostraba un inesperado enfado.
- ¡Almudena, el duendecillo! ¡Lucha contra él!
Ella intentaba separar sus cejas y hacer sonreír a sus labios. Durante unos largos segundos, luchaba contra el duendecillo enfadica. En otras ocasiones, era el duendecillo bromista, en otras, el serio. Uno tras otro querían jugar con Almudena y ella luchaba para tenerlos controlados.
- ¡Almudena, el duendecillo! ¡Lucha contra él!
Esta frase se repitió muchas veces desde el día que estuvimos en el río de agua verde. Poco a poco, ella ha aprendido a controlarlos. Bueno, casi siempre lo consigue. Ya los conoce bien y los frena en cuanto nota que se acercan. Porque a un duendecillo travieso hay que pararlo al principio, cuando aún se puede.
Gracias Inés!
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Que bueno Jaime..!!! Los duendecillos, queriendo manejar nuestras vidas.Me gusta…!!
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Muy cierto , los duendecillos siempre buscaran la oportunidad de hacernos perder el control
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Besos
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me encanta, ¡¡¡¡uántos duendecillos diferentes tenemos alrededor sin saberlo!!!
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