Cuando consigo robar un momento al tiempo para escribir algún cuento o algún relato, suele llegar la duda de si debo o no publicarlo.
Es cierto que quien escribe lo hace tanto para sí mismo como para los demás; pero en ocasiones, la materia del relato puede pertenecer a un entorno personal y entonces, debes tener un motivo claro para compartirlo.
El motivo existe.
ESTA NOCHE ESTÁ LLOVIENDO (Jaime Ros Felip, 2013)
Las luces se muestran obstinadamente caprichosas en sus reflejos en el cristal. La lluvia juega con ellas entre batir y batir del limpiaparabrisas. Su sonido actúa como calmante para mis pensamientos. Estoy cansado. No debería estar aquí. No quiero estar aquí. Hace frío. A pesar del aire acondicionado, hace frío. Los cristales se empañan con el vaho de mi respiración. Tengo que abrir otra vez la ventana para poder ver con claridad. El frío entra de nuevo. La lluvia se cuela impulsada por el viento. Hace frío. Subo la cremallera de mi cazadora hasta el cuello y vuelvo a cerrar la ventanilla. No quiero estar aquí.
Han transcurrido más de treinta minutos desde la llamada de teléfono. Treinta intensos minutos de emociones. Sal corriendo, comparte un mensaje de ánimo, vuelve atrás por el paraguas, empapa tus zapatos en los charcos mal esquivados y entra en el coche sospechando que será una larga y difícil noche. No necesito el navegador pero lo acciono por costumbre. La pantalla se ilumina señalando con un sencillo icono, el lugar donde me encuentro. ¿Para qué señalar la dirección a la que voy? Conozco el camino de memoria. Cada giro, cada rotonda, cada semáforo. Casi podría conducir con los ojos cerrados. Me viene a la cabeza las palabras de mi mujer que tantas veces me alertan sobre no distraerme al volante. Tiene razón. A veces, quizá más que a veces, mis pensamientos me desatan de la realidad y dejo mi seguridad en manos de la rutina de mis hábitos conduciendo. Han transcurrido más de treinta minutos mezclándose realidad con pensamientos. Debo tener cuidado. La lluvia, la noche, los otros conductores con sus propios pensamientos, las emociones…, todos juegan un baile desordenado en el que el riesgo parece tener algo que decir. Vuelvo a bajar un poco la ventanilla para que el frío y la lluvia me traigan a la realidad de la calle. No deja de llover. Incluso ahora, lo hace con más intensidad. Veo personas corriendo por la calle, empapadas, con el cuerpo encorvado como si eso les fuera a proteger, sorteando los pequeños lagos y ríos que recorren las aceras a sus anchas. Parecen sombras traídas de películas antiguas en blanco y negro. No hay sonidos salvo el incesante batir del limpiaparabrisas y el ronroneo del motor esperando a que el semáforo nos dé una nueva oportunidad. Esas sombras se cruzan entre los coches aprovechando el obstinado rojo del semáforo y desaparecen como engullidas por la oscuridad de los muros que sostienen unos edificios que parecen no tener fin.
Pienso en qué estarán haciendo mis hijos. Pienso en ellos quizá para no acelerar mis emociones abriendo en mi cabeza imágenes de lo que puedo encontrar en unos minutos. No quiero estar aquí, en el coche, pasando frío, compartiendo atasco con personas que jamás he visto y que si vuelvo a encontrarme con ellas, nunca recordaré. No quiero pero debo. No podría soportar no estar aquí pasando frío en este atasco. El semáforo ha decidido cambiar su color y sólo unos pocos conseguimos rebasarlo. Debo girar a la derecha. Con cuidado. La gente cruza sin mirar como si estuviera protegida por algo que no existe. Qué triste debe ser un atropello en una noche como ésta. Caer en el suelo empapado y sentir el desamparo de la oscuridad. Con cuidado. El conductor de atrás tiene prisa. Todos la tenemos. No debo hacerle caso. Ahora sí. La nueva calle se abre más ancha. Tres carriles, menos tráfico. Un pequeño respiro. Seguro que mis hijos estarán en casa. Ya habrán llegado. Quizá aún falte la pequeña. Sus horarios son incómodos. Me llega un mensaje. Compruebo que tengo un instante para verlo. Sí, ya están todos en casa. Me tranquilizo al pensar que están junto a su madre. Estoy saliendo ya de la ciudad. La rotonda está despejada. En pocos minutos llego. No sé si avisar a mi madre de que estoy cerca.
Siete meses han pasado. Veo a mi padre tendido en la cama de hospital con la mirada perdida. El silencio tenso abrazándonos a todos, comprimiendo nuestras inquietudes como si fuera una olla a presión. Veo en mi recuerdo, una mano que acaricia su frente. Es la mía. La acompaño con un beso que intento vestir de tranquilidad. No sé si lo consigo. Él me mira y adivino o imagino, un pequeño movimiento de sus ojos que parecen decirme gracias por estar con él. Tantos años a su lado y tan pocas muestras de cariño. Siete meses que se han llenado de caricias, emociones, gestos que parecen intentar suplir carencias de tantos años. Es curioso. Me sorprende cómo ahora comparto con él lo que nunca tuvimos o supimos darnos. Pero ahora él no es el mismo. Ha cambiado. Yo tampoco. Me gusta pensar que también he cambiado. La lluvia se está quedando atrás. Ya estoy cerca. Rezo por encontrar un hueco donde dejar el coche. Ahí lo veo. No sé si habrán llegado mis hermanos. Espero que sí. Apago el motor viendo la imagen de mi madre durante estos meses. Pequeña, enjuta, muy delgada. Nunca ha comido suficiente. No sé de dónde saca tantas fuerzas. Siete meses sin perder la sonrisa, siete meses infundiendo ánimos a los demás. Qué difícil nos lo pone. Pienso que nunca seré capaz de dar tanto. Claro que no quiero estar aquí. No quiero ver sus caras de preocupación, no quiero enfrentarme a lo que temo, no quiero darme cuenta de que doy mucho menos de lo que necesitan. No quiero.
Encuentro las llaves de su portal enredadas con las mías en el fondo del bolsillo. Me he dejado el paraguas en el coche. No importa. Ahora prácticamente no llueve. Localizo la llave de la entrada a la urbanización. No quiero llamar al telefonillo. Quizá debiera. Así sabrían que ya me tienen con ellos. Abro la puerta dejando el telefonillo atrás, sin usarlo. Recorro el jardín a paso rápido. Los rosales están recién podados. Qué lúgubres se ven. Parecen oscuros sarmientos sin vida. Piso un charco empapando la pernera del pantalón. Suelto una mala palabra y me olvido al instante. Ahora el portal. Ya estoy dentro. El ascensor está aquí. Entro y empiezo a sentirme nervioso. El pulso se me acelera. Noto cómo mi corazón golpea como queriendo librarse de mi corbata. Me la regalaron mis hijos. Hace tiempo. Era el día del padre. Creo que es la única corbata que me han regalado. Algunos pensarán que soy un afortunado. Empujo la puerta del ascensor mientras bajo la cremallera de la cazadora. Mi mano peina instintivamente mi flequillo. Debiera ir a cortarme el pelo. No sé cómo puedo no tener tiempo. Ahora sí. Me decido por llamar al timbre. Tengo la llave en la mano, pero prefiero que sea otro quien abra la puerta. Lo hace mi madre. Tengo que estar aquí.
Sus ojos me miran. La abrazo. Es tan pequeña que mi abrazo la envuelve entera. Noto cómo parte de su tensión se vuelca sobre mí. Su mirada, en tan sólo el instante de abrir la puerta, me lo ha contado todo. Me impresiona su entereza. Me impresiona la fuerza de su esperanza. Se agarra a los pocos pétalos que aún quedan. Sigue cuidándolos como si mañana fueran a brotar de nuevo. Ella sabe que no lo harán, pero no deja de hacerlo. No deja de creer. Ojalá me llegue una pequeña parte de tu fuerza. Cierro la puerta y adivino que está sola, sola con mi padre. Mis hermanos no han llegado. No importa. Me quito la cazadora, dejo tirada la bufanda y recuerdo el paraguas olvidado en el coche. Aunque ella no me la da, le tomo la mano entre las mías, le doy un beso y la sigo hacia la habitación. Ahí está. Tan pequeño ahora. Es como si quisiera ser como ella en este último tramo. Como si su afán fuera parecerse todo lo posible a mi madre. Me gusta ese pensamiento inesperado. Me siento en el borde de la cama y escucho a mi madre. Sus palabras repiten lo que ya me ha dicho minutos antes. En menos de una hora he llegado. Mi mujer tiene razón. Debo correr menos con el coche. Las palabras que oigo mientras observo a mi padre, me hablan de cómo se siente ella. Se ha repuesto. Está más tranquila. Habla más serena. Me explica todo otra vez como justificándose. Tiene miedo de haber llamado sin necesidad. Le explico como en tantas otras veces que ha hecho lo que debía. No me entretengo en ello.
Tomo el pulso a mi padre como aprendí hace tantos años ya. A veces me imagino a mí mismo ejerciendo como médico. Terminé la carrera y decidí abandonarla. Mi vida ha sido así. Un correr por nuevos caminos. No sé si busco o huyo. Puede que ambas cosas. No me ha ido mal. Algún día debiera escribir sobre ello. No creo que interese a nadie. El pulso es firme y regular. Respondo a una sonrisa de mi padre con una caricia y con unas palabras cariñosas. Observo sus ojos. Hago que siga mi dedo con la mirada. No hay movimientos extraños. Escucho su pecho pegando mi oreja a su piel. Debía haberme traído el fonendoscopio. No sé dónde estará. Después de tantos años. No hay ruidos anormales. Recuerdo cómo nos enseñaban. Murmullo vesicular, sí esas eran las palabras que hablaban de normalidad. Descubro su tripa y con unos movimientos que me sorprende recordar, reviso si hay algo extraño. Todo normal. Siento el silencio tenso de mi madre detrás de mí. Voy diciendo frases que la distraigan. Ahora quiero revisar los reflejos. La rodilla, el tobillo, el codo, la muñeca. Así es como lo hacíamos en la facultad. Creo que están algo exaltados. Vuelvo a preguntar por la pérdida de visión. Mi madre me lo cuenta. Ha llegado uno de mis hermanos. La abraza, me saluda sin acercarse y se queda a un lado respetando el momento, mientras mi madre me habla de la pérdida de fuerza. Ya no se sostiene en pie. El lado izquierdo parece que ha empeorado. Él está consciente. Habla con dificultad. Peor que antes.
En unos minutos llegará la ambulancia. De nuevo al hospital. No consigo adivinar con claridad los pensamientos de mi madre. Ella sabe lo que ocurre. No ha llegado aún el momento que tanto teme. Veo que se esfuerza por mostrarse serena. Cuando le mira a él se le empañan los ojos. Uno de mis hermanos la abraza y con el abrazo, las lágrimas brotan libres. Pero sólo lágrimas. No hay sollozos. Es una tristeza silenciosa que sigue enseñándonos. No dejamos de aprender de ellos. Incluso se ha retocado el maquillaje y arreglado con cuatro movimientos rápidos, el pelo. La noche está limpia. Ya no llueve. Algunas estrellas se cuelan por las grietas que se abren en las nubes. Me acerco a la ventana mientras hablo con mi mujer. Ella me pregunta. Sobre todo por mi madre. Mientras respondo, pienso que son grandes. Pueden con lo que yo no podría. Me siento cansado. Veo a mi madre arropar a mi padre que ya está en la silla de ruedas y rezo. Rezo por ellos, por mí y por todos.
La ambulancia se ha llevado a mi padre. Mi hermano pequeño le acompaña. Cierro la puerta después de que mi madre ha subido en el coche. Entro y pongo en marcha el motor mientras ella intenta ponerse el cinturón de seguridad. La ayudo. Me inclino y le doy un beso en la frente mientras le digo gracias. Ella me mira extrañada. Le cojo la mano y la sostengo con una ligera presión mirando a través del cristal. Pienso en todo y a la vez, en nada. Suelto su mano y hago que los espirituales negros inunden el momento. Esa música que tanto le gusta. Esa que me ha enseñado a querer. Imágenes que reproducen recuerdos con ella me hacen volver a sentir esos enfados, esas discusiones, esos puntos de vista encontrados. Debo pensar en ello. Estamos en camino y la calle está vacía. Ella ha encendido un cigarrillo. Me ofrece uno. Ahora no me apetece fumar. Ojalá no me apeteciera nunca. Apoyo mi mano en su pierna y vuelvo a decirle gracias. Esta vez, son mis ojos los que siento empañados. Sí quiero estar aquí.
Debo estar aquí.
Gracias a ti Juan. A veces pienso que una pérdida encierra una gran oportunidad de reencuentro, sólo hace falta darte cuenta de ello y luchar con fe por ella.
Un fuerte abrazo
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Jaime, amigo ya medio siglo. Gracias por compartir. Gracias por animar la gratitud, ese sentimiento que nos hace sentir lo bello que entra en nuestro corazon. Y que limpia los prejuicios que bloquean en que salga de nosotros lo mas hermoso y auténtico, el sentir. Tu relato tiene un ritmo que casi se acopla a una sonata de Bach, tiene imágenes todas ellas esmeriladas por la lluvia, tiene la fuerza del resistir ( «no quiero estar aquí») y su sumisión al amor ( » quiero estar aquí») cuando tu sentir se diluye con el de tu madre… En la veneración a un padre… Una parte de ti que se va con el…una gran parte de el que queda en ti. gracias, amigo del alma, por vivir con el corazón abierto de par en par e inspirarme a hacerlo así.. http://www.youtube.com/watch?v=bWJZtJqQTMs
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Gracias!!!
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Eres el mejor.
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Gracias a ti Marta. Es algo que hemos compartido desde el principio.
Besos
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Impresionante.
¡Gracias por compartirlo!
Bss
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Gracias!!
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Precioso.
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Gracias a ti Luis
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Me gusto el relato, se me hizo un nudo en la garganta, recordé los momentos alegres y tristes que he vivido con mi familia , pero esa es la vida , llena de momentos y hay que estar presente. La pregunta que uno siempre se hace es si ; lo que hice esta bien o mal «el tiempo lo dira» . Gracias por tus cuentos y tus relatos.
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Gracias Sebastián por compartir tu impresión
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Muy buen relato, cercano,intenso, familiar casi me siento como el hombre al que se le empañan los ojos.
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Gracias por tu mensaje!
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Intenso el relato. Me ha tenido la piel de gallina todo el tiempo.
Mucho ánimo!
Bss
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