Este cuento lo escribí en el año 2005 a raíz de unas circunstancias que viví en el ámbito escolar de mis hijos.
OJALÁ FUERA SÓLO UN CUENTO INACABADO (Jaime Ros Felip, marzo de 2005)
- ¡¿Cómo es posible que ninguno de vosotros se dé cuenta!? – El viento se movía de un lado a otro, giraba sobre sí mismo y buscaba desesperadamente a alguien que le escuchara.
- ¡Por favor! ¡Haced algo! ¡Ayudadle! ¡Le están haciendo daño!
Eran las once y cuarto de la mañana. El patio estaba lleno de risas, gritos, juegos y carreras. Chicos y chicas compartían esos minutos de descanso entre clase y clase. Unos jugaban, otros paseaban, otros charlaban tranquilamente esquivando aquellos balones que de vez en cuando, silbaban cerca de ellos. Pero ninguno parecía darse cuenta de que el viento quería hacerse oír.
- ¡Por favor, que alguien le ayude! – Ascendió deprisa y se dirigió de nuevo hacia aquel rincón del patio en el que, como venía ocurriendo en las últimas semanas, se repetía una historia de terror silencioso, de humillación y de abuso.
Aquel niño dirigía su mirada hacia el suelo, sus manos intentaban disimular su temblor ocultándose en los bolsillos delanteros del pantalón. El miedo se agarraba a su garganta mientras escuchaba.
- ¿Cómo puedo ayudarte? – El viento intentaba interponerse entre él y los que le rodeaban, pero sólo conseguía agitar sus ropas. Nadie le hacía caso.
Aquél niño llevaba semanas sufriendo. Su miedo le impedía contar nada a nadie. “Estará pasando por la época habitual de los niños de su edad”, decían los mayores para justificar su bajo rendimiento. “Siempre ha sido un poco raro”, comentaban los que antes se habían sentido sus amigos y ahora se alejaban porque les inquietaba su cambio de humor y su extraño silencio.
Quienes le rodeaban en aquel momento, se sentían fuertes. Eran capaces de atemorizar a ese tímido chico y se divertían al verle asustado, con las manos en los bolsillos y dispuesto a hacer lo que le pidieran.
Disfrutaban de su capacidad de hacer sin que nadie se diera cuenta. El anonimato era el mejor aliado de su hombría. Además, “en el fondo, se lo merece, los tontainas como él tienen que aprender”, se convencían unos a otros justificando su abuso y acoso constante. “Nunca le hemos pegado y, fíjate, se mea en los pantalones cuando nos acercamos a él”, decían chocando las palmas de sus manos para animarse a seguir con su juego.
Pero para aquel niño no era ningún juego, ni siquiera una forma de hacerse fuerte y vencer su timidez. Para aquel niño representaba un viaje a la desesperación, a la pérdida de confianza, a la ruptura de sí mismo. Desde hacía semanas se convirtió en diana de abusos verbales sin saber cómo ni por qué, de tener que satisfacer exigencias estúpidas y despiadadas sin poder reunir el valor suficiente para negarse. No podía hablar con nadie. Sentía vergüenza de sí mismo. Quería morirse, desaparecer, no estar ahí.
El viento lo sabía. Estaba viviendo la historia de aquel niño semana a semana. Podía ver cómo se sentía, cómo se iba degradando y no conseguía entender por qué a nadie le importaba, por qué nadie le escuchaba, por qué nadie le ayudaba.
- Sólo necesita una mirada de apoyo – seguía recorriendo el patio buscando ayuda; pero las risas, los juegos y el ruido conseguían que nadie supiera que existían historias tristes cerca, que había quien en silencio gritaba buscando huir.
El viento conocía estas historias, las había visto no sólo en el colegio sino en muchos otros. Eran historias que se repetían año tras año con distintos protagonistas y en distintos lugares. Si al viento le apenaban esos chicos y chicas que sufrían, mucho más le horrorizaba que los que les rodeaban eran sordos a sus tristes historias.
- ¡Escuchad! ¡Está aquí a vuestro lado! ¡Sólo tenéis que mirar y dedicarle un poco de vuestro tiempo! ¡Con esto bastará! ¿Por qué no sois capaces de oír?
El viento se giró y se dio cuenta de que aquel niño se había ido. Le buscó por todo el patio y no le encontró.
- ¿Dónde estás? – Preguntó; pero ya lo sabía. Aquel niño estaba recorriendo sólo su historia, sabiendo que semana tras semana se mezclaría con otras muchas historias diferentes en aquel patio que parecía no tener oídos para él, y en aquellos otros lugares en que su falta de valor le convertía en mudo.
Me alegro
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